Me llamo Rik, tengo doce años y estoy a punto de pasar otra noche en una isla llena de monstruos.
Aquí nada es normal, ni las plantas ni los animales. Ni siquiera la arena que forma la isla se comporta como debería de hacerlo. Es un polvo amarillento, muy ligero y puede flotar en el agua o no, dependiendo de qué tanto lo aprietes entre tus manos.
Pero hay algo todavía más extraño: se trata de un volcán que produce un vapor tan espeso que forma una cortina de niebla alrededor de la isla, ocultándola todo el tiempo sin importar el clima o la hora del día o de la noche.
¿Y cómo fue que llegué aquí? Trataré de ir contando las cosas en orden. Así, quienes lean este diario sabrán al menos en parte lo que sucedió al grupo de chicos que desaparecimos la mañana en que se agitaron las aguas del río Driloc.
Todo comenzó unos días atrás en el campamento.
Mi madre dijo que yo necesitaba estar más en contacto con la naturaleza y que arrastrarme por una colina me haría más bien que un maratón de videojuegos y teleseries.
—Ya verás que vas a divertirte mucho, Ricky. —aseguró—. Harás nuevos amigos y aprenderás cosas útiles.
—Mamá, ya tengo amigos. No necesito más. ¡Y sabes que no me gusta que me llamen Ricky!
—De acuerdo, Rik.
Expliqué a mi madre que veía los programas no sólo por diversión.
—Con la teleserie de los zombis y los vampiros aprendes a sobrevivir —le dije.
También defendí los videojuegos.
—Son batallas de estrategia en las que te obligas a ser cada vez más inteligente —insistí.
Pero ella no me dejó más alternativa que poner mi maleta en el portaequipaje y subir al auto.
Mi madre condujo durante un poco más de dos horas para llevarme al bosque y en todo ese tiempo no paró de hablar. Me contó que cuando ella era pequeña sus padres la enviaron muchas veces a distintos campamentos y en todos ellos aprendió tanto y se divirtió tanto… Que había distintos tipos de nudos y también maneras de hacer fogatas… Que el río Driloc acababa en el mar y lo llamaban así por un tipo de cocodrilos pequeños a los que no debía tener miedo, sino más bien proteger.
“¿Proteger a los cocodrilos? ¿Y quién me va a cuidar a mí de ellos?”, pensé.
Después dijo algo que me salvaría la vida, aunque en ese momento no sabía yo que resultaría tan importante:
—Cada animal y cada planta merecen la misma consideración, no importa el tamaño ni la forma que tengan.
Eso fue lo que dijo y gracias a ese consejo es que todavía estoy aquí. ¿Pero cómo podría yo saber que estaba a punto de ocurrir una tragedia que me dejaría atrapado en una isla llena de monstruos mutantes?
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